La estrella vivía, junto a las demás, allá en el cielo. Y cada día, apenas el sol comenzaba a recoger sus rayos –al finalizar la tarde los enrolla uno por uno y los guarda como si fueran pequeñas madejas–se preparaba para su tarea: encender su luz blanca y lanzarla, con cuidado, hacia la Tierra. Esa estrella, se esforzaba, brillaba con todas sus fuerzas. ¿Para qué? Para que nadie, nunca, se quedara a oscuras. ¿Para qué? Para que todos, niños y niñas, hombres y mujeres, sepan siempre que cuentan con ella para iluminar sus pasos. Artículo 2. Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamadas en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición. Además no se hará distinción alguna fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o territorio bajo administración fiduciaria, no autónomo o sometido a cualquier otra limitación de soberanía.